Jamás hubiera imaginado verme en una situación así. Pero he sido elegido como chivo expiatorio y no puedo eludir este destino. No lo negaré: he vivido horas amargas, preso de la rabia y el estupor. Pero mi espíritu ha recobrado cierta calma y ahora soy capaz de examinar las cosas con la claridad y la perspectiva necesarias. Es hora, entonces, de romper mi silencio y de hablar sin tapujos. No pretendo justificarme, ni mucho menos ser perdonado, pues no albergo culpa alguna. Solo deseo ser comprendido o, mejor aún, aspiro a que mis palabras sirvan para comprender el mundo en el que vivimos. Comenzaré por el principio.
Nací en Madrid, en 1948. Provengo de una saga de poetas, militares, políticos y hombres de negocio; sobre la figura de mi padre se han vertido múltiples infundios e improperios, pero ahora no es el momento de salirles al paso, cada cosa a su debido tiempo. Mis pasiones confesables han sido dos: la economía y la política y creo haber servido a ambas con similar tesón y pundonor. Hasta que me vi obligado a darme de baja siempre milité en el mismo partido; ya lo ven, soy hombre de profundas convicciones. Con apenas 31 años fui miembro de su comité ejecutivo, dos años después me convertí en Diputado y cuando en 1996 debimos tomar las riendas del futuro de nuestro país, fui nombrado vicepresidente segundo del Gobierno y ministro de Economía y Hacienda, cargos que ejercí hasta 2004. Dicen que pude ser candidato a presidente del Gobierno. Y yo simplemente digo que, por aquel entonces, ardía en deseos de contribuir al progreso desde las instituciones internacionales responsables de velar por ello. Pero basta ya de biografía archiconocida y tediosa. Iré al grano.
Uno no elige nacer. Simplemente viene al mundo en un momento concreto y en un lugar determinado. A partir de aquí, la aventura nos pertenece. Somos los únicos responsables de nuestros actos; esta es una verdad esencial y posiblemente no haya otra que pueda comparársela. Y sí. Aunque la mayoría se conforma con mantener en pie el simulacro de dignidad en el que creen vivir, a otros, en cambio, nos mueve la convicción de que el paraíso reside en el futuro y, como Sisifo, nos lanzamos incansables a su encuentro. La felicidad, nos dice Pascal, reside en la búsqueda de la felicidad. Para eso vivimos.
Habréis oído decir que hay dos formas de afrontar la vida: una, a la manera de los estoicos, la otra, a la de los epicúreos. Sin embargo, yo siempre he procedido de manera meticulosa y racional en defensa de una economía hedonista basada en el amor propio y en la satisfacción de los deseos. ¿Acaso no son el deseo y su hermana la curiosidad los verdaderos motores del progreso humano? ¿Acaso el descontento no es su combustible? Si en el Principio nos hubiéramos conformado con lo que teníamos y sabíamos, ¿no seguiríamos aún en el jardín del Edén? Sin la insatisfacción permanente ¿no continuaríamos adornando nuestras cavernas? A la postre, el deseo es puro instinto de humanidad. “Nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír”, nos dice el Eclesiastés. Y es que deseamos desear.
Me han tildado de neoliberal y lo han hecho con acritud y ánimo de incomodar. Huelga decir que no lo han conseguido. Ahora bien, es innegable que coincido con muchas de las ideas propias del liberalismo clásico, ya saben: la desregulación de la economía, el libre comercio y la reducción de la intervención del Estado en favor del sector privado. Pero hay un principio asociado al liberalismo que ahora me gustaría matizar. Se trata de la noción de mano invisible, según la cual el propio mercado es capaz de autorregularse para servir al interés general. Soy de los que piensan que el egoísmo del individuo libre conduce la economía por la senda del crecimiento y la prosperidad. Pero, siendo una condición necesaria, no es suficiente. El mercado necesita líderes que lo fortalezcan y lo impulsen, que sostengan con mano firme la mano del mercado, que sepan y estén dispuestos a hacer frente a los enemigos de la libertad.
Posiblemente yo no sea un líder. Ahora bien, no hay duda de que soy un hombre de acción. Pues he estado a la vanguardia de mi generación, siempre en primera línea, plantando cara a ese virus que recorre la historia refrenando el progreso de la humanidad. Hablo de esa moral de ave de corral que aborrece la riqueza. Siempre luché contra la estrecha y pordiosera humildad y la piedad castradora, contra el ansia de igualdad que no es sino mera ilusión y dislate, contra los adalides de la renuncia y el conformismo, contra el resentimiento de aquellos que no levantan medio palmo del suelo, contra quienes exigen repartir lo que no es suyo. Ya lo he dicho al principio: he recuperado la lucidez y estoy dispuesto a abordar las cosas sin paños calientes. Nada tengo que perder.
He dicho antes también que cada cual es responsable de sus propios actos. En mi caso, las circunstancia, las llamaré así, me han conducido ante los tribunales y será en ellos donde responda de los míos y defienda mi honor. Diré solamente ahora que, si bien no soy ningún santo, quien los sea que tire la primera piedra, siempre me han guiado dos fines primordiales: el impulso del sistema económico y social de mercado y la defensa de lo mío; el orden en que los menciono es indiferente.
Se ciernen sobre mí años implacables. Y, sin embargo, pienso que soy afortunado. Pues, donde la mayoría solo experimenta el paso insípido de los días, a mí la vida me ha deparado la plenitud del triunfo y la de la derrota. Quien forja su destino, frecuentemente acaba siendo su víctima. Y si ahora he de encarnar el papel de villano, lo haré con el mismo temple con que desempeñé el de héroe. Al fin y al cabo, es en el quebranto donde se mide el verdadero valor de los hombres.
Creo que ya he dicho cuanto tenía que decir. Si acaso añadiré un par de cosas. Una: estad seguros, aunque la tormenta se anuncia violenta y terrible, las aguas volverán a su cauce y los demonios serán expulsados de nuevo de nuestras instituciones; hablo de la derrota de cualquier tipo de populismo y del regreso a la moderación y al sentido común. La otra cuestión: quienes me conocen saben que no me ofreceré mansamente al sacrificio. Sé que esto último suena a amenaza y posiblemente lo sea.
Esto es todo. Les agradezco su atención.
Este cuento es pura invención, una mera fábula sobre el derrumbe de un personaje que encarnó, en gran medida, los valores de la ideología liberal. Por supuesto, las opiniones y sentimientos del «verdadero» Rodrigo Rato no tienen por qué coincidir con los que aquí se le atribuyen.